martes, 20 de septiembre de 2011

Bola de Nieve, cumple 100 años.

“Nadie canta La vie en rose como Bola de Nieve”, decía Edith Piaf al hablar de su canción más famosa. Por su parte, el poeta español Rafael Alberti afirmó: “Federico García Lorca y Bola de Nieve son las personas más absolutamente geniales que he conocido’’. Y para el cineasta Pedro Almodóvar, junto con Chavela Vargas y La Lupe, Bola de Nieve es una de las voces más dramáticas del siglo XX.

Artista de minorías al tiempo que era elogiado por muchas personalidades, es el único sobre el que los intelectuales, críticos y escritores más diversos se han puesto de acuerdo: para todos es uno de los músicos más auténticos que han existido; esos que no se repiten, que no se pueden imitar.

Bola es la quintaesencia de la música cubana: intérprete infinito, pianista excepcional, compositor de gran sensibilidad, temperamento inquieto y un poder de evocación lleno de simpatía. Es todo esto lo que lo ha convertido en uno de los seres irrepetibles en su originalidad; al lado de Miguel Matamoros, Vicentico Valdés, Olga Guillot y Beny Moré y Celia Cruz.

Su gracia, su voz, su forma de tocar el piano, su feliz elegancia y su tristeza, lo llevaron a convertirse en un referente imprescindible de la música.
Ignacio Jacinto Villa Fernández nació en Guanabacoa, La Habana, el 11 de septiembre de 1911. Sus padres eran descendientes directos de africanos y creció en el entorno lleno de santería, bembés y tradiciones folkóricas del que tiene fama la llamada Villa de Pepe Antonio. El padre era cocinero y la madre era un ama de casa que le gustaba hacer cuentos y animar las fiestas y toques de santo, además de ser consumada rumbera y cantante de romanzas y zarzuelas. La familia vivía entre congos, carabalíes, cabildos y comparsas de carnavales.

Aparte de su madre, otra mujer sería una figura crucial en su formación artística: la tía Mamaquica. Gracias a ella hizo sus primeros estudios y empezó cursos de solfeo y teoría de la música. El joven Ignacito quería entrar a la Universidad de La Habana para estudiar Pedagogía, pero en medio de las frecuentes revueltas durante la época de Machado tuvo que trabajar para poder mantenerse y como sabía tocar el piano y leer música se dedicó a tocar en cines como acompañamiento de las películas silentes. Allí lo conoció el compositor Ernesto Lecuona, que lo invitó a trabajar con él. Empezaron sus primeros éxitos, las giras con Rita Montaner, los viajes por todas partes y se hizo internacionalmente célebre. Bola triunfó de forma rotunda en muchísimas ciudades: desde La Habana, New York y Filadelfia, hasta Buenos Aires, París, Roma, Moscú, Praga, Santiago de Chile, Madrid, Barcelona, Ciudad México y Pekín.

Vi a Bola de Nieve en persona una sola vez, en el restaurante Monseñor, donde desde 1965 él tenía su rincón Chez Bola, apenas una semana antes de morir. Ese recuerdo, el inolvidable recuerdo de esa noche de 1971 tiene todavía la misma intensidad y se ha quedado como una de las emociones más grandes de mi vida y que con más cariño guardo.
Cerca de las nueve de la noche Bola apareció nerviosamente por entre unas cortinas, como si no fuera la indiscutible estrella de la noche, sino un timbalero que había perdido el rumbo de la orquesta. Estaba vestido impecablemente con un traje azul oscuro, una corbata a rayas rojas, un pañuelo de seda que le hacía juego con la corbata y la feroz timidez de una demoiselle en flor. Cuando lo tuve cerca, comprobé lo que había visto por televisión y en los periódicos; era un negro retinto y bajito, sobre lo gordo, que ya se estaba quedando calvo y que al mismo tiempo era un tipo encantador, con la risa más sincera que he visto y a la vez una desamparada tristeza que no la podía calmar nada. Hizo un breve saludo con la mano y se sentó en el piano rodeado de aplausos arrolladores. Luego dio las gracias con exquisita cortesía y empezó a tocar y a cantar las alegrías y congojas y amarguras de tiempos inmemoriales.

Cantó mucho. Sus grandes canciones. Mesié Julián, Chivo que rompe tambó, No puedo ser feliz, Mama Inés y Si me pudieras querer.

Quiero pensar que aquella lejana noche en el Monseñor cantó mejor que nunca, y al rato ya no se podía saber si estábamos conmovidos por la belleza de sus canciones o por estar escuchando el desgarro, la pasión y los amores perdidos de todos los amantes del mundo.

De pronto, Bola se puso grave. “Quiero dedicarle mi próxima interpretación a una persona que quiero mucho” —dijo—. “A una criatura adorable, inteligente y noble que sabe escuchar como nadie las penas que a veces siento”. Después se tocó con una mano lívida —y que valga el oxímoron— el corazón, miró hacia la mesa de nosotros y le dijo a la amiga mía que no había dormido durante cinco días para conseguir la reservación:
— Para Miriam, Vete de mí.

Bola se volcó sobre el piano, hizo una pausa y en medio de un silencio sepulcral la cantó. No fue tímido como al principio, sino con pleno dominio de las teclas con las manos centelleantes en ese momento y convertido en pura energía, lleno de vigor, hecho toda combustión y a punto de estallar en frenesí. Fue una sensación física casi extraña, de sentimientos misteriosos. Todo el mundo estaba arrobado. Se me hizo un nudo en la garganta que me atragantó.

Entonces Bola no aguantó más y empezó a llorar. Lloraba y las lágrimas le corrían por la cara; le caían en la corbata, en el saco. Lloraba sin dejar de tocar el piano, a lágrima viva y sin dejar de cantar no te detengas a mirar las ramas muertas del rosal, que se marchitan sin dar flor, mira el paisaje del amor que es la razón para vivir y la gente también se puso a llorar. Lloraban, como se dice, a moco tendido. Lloraban desconsoladamente con espasmos y temblores. Miré a mi alrededor y vi que muchos sacaron pañuelos y estaban llorando sin esconderse. Bola seguía llorando y llorando y cantaba tengo las manos tan desechas de apretar que ni te puedo sujetar, vete de mí, y tocaba el piano y lloraba y cantaba seré en tu vida lo mejor de la neblina del ayer, y casi sin saberlo el Monseñor entero estaba llorando.

Una semana más tarde, el 2 de octubre de 1971 Bola de Nieve murió de manera sorpresiva en Ciudad de México. Se dijo que fue debido a complicaciones cardiacas producto de un viejo padecimiento diabético y que lo descubrió muerto al amanecer el botones del Hotel Plaza Reforma en la habitación que usualmente pedía y que le tenían reservada. No había ido a actuar como hizo tantas veces, sino a hacer una corta escala para de allí seguir hacia Lima, Perú, donde su gran amiga Chabuca Granda y admiradores hacía meses le estaban organizando un fastuoso homenaje.

Sólo después supimos que fue Ignacio Villa el que murió. Tuvo que pasar un tiempo para darnos cuenta que el otro, Bola de Nieve, aún está vivo, que ahora está cumpliendo sus primeros 100 años; que todavía se ríe y toca el piano y canta: es inmortal.